La mujer que perdió el calzón

Publicado por Sebastião Verly 25 de agosto de 2010

Leí en el portalmetro la crónica de una señora que perdió la falda en los alrededores del Departamento de Tránsito, Detran, en la Avenida João Pinheiro de Belo Horizonte. Una historia lleva a la otra. Me acordé de un hecho ocurrido en 1960, el cual paso a contar, aunque dando vueltas por el camino.

 Antes, me gusta relatar cómo era Belo Horizonte en aquellos años. Para mí todo era novedad y, aún más, BH era una ciudad tranquila para vivir. Vine transferido de Pompéu, interior de Minas, para trabajar en una agencia bancaria del barrio Lagoinha, vecino del centro. Mi jefe sentía pena por mí por el salario que recibía. Hasta abril, Cr$ 1.425,00 y después de abril de 1960, cuando completé oficialmente mis 18 años, pasé a recibir el salario mínimo de Cr$ 2.850,00, más o menos. Así, él me favorecía en todo lo que podía. Una de las maneras, era mandarme a que yo llevase el numerario, una enorme cuantía de dinero recogida diariamente por la agencia, a la matriz, próxima a la plaza Sete, que es el centro geográfico de BH, donde estaba la caja fuerte.

Cuando me acuerdo de esta plaza siento el olor del cafecito fresco del Café Pérola, hoy infelizmente substituido por un McDonald`s. Pero continuemos. En esta plaza, bastante arborizada, existía una división para peatones con algunas cadenas metálicas que durante el día adornaban la plaza y por la noche servían de apoyo para los homosexuales que flirteaban a los hombres en aquellos pasajes durante muchas horas.

Durante el día, aquella plaza era el escenario de golpistas y estafadores de todos los tipos, especialmente de las rifas de óptimos automóviles  que nunca “corrían”, había hasta vendedores del parque municipal, que en ese tiempo totalmente abierto sin las rejas que sólo llegaron casi una década más tarde.

Allí en la plaza pasaba de todo. Hasta el folclórico y eterno candidato a alcalde de Belo Horizonte, Nelson Thibau, colocó justo al centro de la plaza un navío de madera enchapada en tamaño real, que él prometía y soñaba, realmente soñaba, colocar para los turistas en las aguas serenas de la laguna da Pampulha.

Volviendo al camino de mi convivencia con la plaza Sete, cuento que fui orientado por mi jefe que, en vez de tomar el taxi, yo volviera a pie, y me quedara con la plata para mis gastos extras. Necesito esclarecer que yo trabajaba en horario regular, de trece a diecinueve horas, y hacía horas extras una parte de la mañana, de 7 a 13 horas. En ese tiempo sólo había una media docena de ladrones miserables. Nada que asustara. Así, después de entregar el dinero en la matriz del banco, yo hacía “hora” ahí en la plaza Sete para luego volver a la agencia, firmar el punto y trabajar hasta las 19 horas o casi.

En la plaza Sete, muchas veces acontecía que paraba un muchacho y comenzaba a mirar hacia arriba, y dentro de pocos minutos se juntaba un gran número de personas curiosas que también miraban hacia arriba queriendo saber qué era lo que los demás estaban mirando.

 Se miraba también para el aún nuevo edificio Helena Passig, que en la época  era un verdadero rascacielos con sus veinticinco pisos, lugar donde las personas, especialmente las jovencitas en edad de casarse, escogían para hacer amenazas de suicidio. Y elegían justamente la dinámica hora de almuerzo. A veces ellas imaginaban tan bien la escena que terminaban cayendo y morían en el centro de BH. Otras veces los heroicos soldados del cuerpo de bomberos acudían a tiempo de salvar a la pre-suicida. No sé si en algún caso el rescate acabó en una tragedia aún mayor: el matrimonio de la suicida con el proprio salvador.

 Si usted piensa que olvidé el motivo de esta crónica está equivocado. Viene en el final.

 Estaba yo ahí, absorto e indeciso delante de la oferta del carro “Simca-Presidente” que “sería” fabricado en los próximos meses y podría ser adquirido en decenas de cuotas irrisorias, cuando vi la escena que me acuerdo hasta hoy, como si fuese ahora mismo.       La joven de unos veinte y tantos años de edad venía atravesando la calle displicentemente cuando, al dejar atrás el paseo de la calle Rio de Janeiro, su calzón se vino abajo. Todos nosotros miramos admirados, ella aún usaba ese calzón de tejido blanco y fino, con media docena de botones en el costado, que quedó tristemente abandonado ahí en pleno centro de la capital mineira.

 La joven terminó de sacarse la pieza con uno de los pies, la pisó encima con el otro, y caminó libremente por la Avenida Afonso Pena.

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