Es común que digamos que la vida es el mayor regalo que recibimos. Las religiones le darán un sentido sobrenatural, afirmando que tenemos un origen divino o algo por el estilo. Para la biología, en tanto, sobre todo después de la publicación en 1859 de “El origen de las especies” del naturalista inglés Charles Darwin, la vida es fruto del más puro azar. Fue Darwin quien introdujo en el pensamiento occidental la idea que descendemos de un ancestral común, y que evolucionamos por medio de la selección natural. Pero esto poco importa para nuestra reflexión.
Lo que importa realmente es que vivimos. Y vivir es bueno. Sentir el aliento suave de la brisa matinal en nuestro rostro, contemplar, aunque sea a ojo desnudo, la inmensidad del espacio sideral: planetas, estrellas, asteroides. Cómo es maravillosa la vida, aunque sea, como diría João Cabral, una vida Severina. Ver y sentir el espectáculo de la vida en nuestro día a día es lo que urge. Prestar atención a las cosas mínimas: la cotidianidad, a lo sin valor, en fin.
Regalo o fruto del azar, lo que hay de concreto es el hecho que existimos. Descartes llegó a esa conclusión a partir de su “Dubito, ergo cogito, ergo sum.” En otras palabras, lo que él quiso decir es que puedo dudar de todo, menos del hecho de dudar y, si para ejercer el ejercicio de la duda necesito existir, la conclusión es simple: yo dudo, luego pienso, luego existo. Así, la duda es, por sí sola, el combustible de toda la ciencia y de todo el conocimiento. Donde también se puede concluir que la experiencia empírica poco ayuda para comprobar nuestra existencia.
Hubo un tiempo en que la idea de la muerte me aterrorizaba. Recuerdo, aún niño, de un compañero de escuela que murió víctima de meningitis. La imagen aún está viva en mi memoria, aunque hayan pasado cerca de cuarenta años: el cajoncito azul, el rostro pálido, las manos sobre el vientre, las uñas púrpuras. De noche, en mi hamaca, miraba mis uñas a cada minuto, de tan aterrorizado que estaba con la posibilidad de la muerte. De mi muerte. Un extraño pavor de retornar a la Nada que fui durante billones y billones de años luz.
Más tarde, ya fraile dominicano, entablé una amistad con la muerte. Acompañé, junto a otros hermanos de la cofradía, los momentos finales de dos hombres santos: fray Marcolino y fray Gil Gomes. Cierro los ojos y escucho nítidamente el canto gregoriano en latín: “Salve Regina/ Mater misericordiae,/ Vita dulcedo et spes nostra/ Salve.” Sí, en los dominicanos se canta en cuanto se muere. Y se canta alegremente.
Paré de temer a la muerte desde esa época. Solo quien pasó por una experiencia de Muerte será capaz de comprender lo que San Juan de la Cruz dijo en su poema “Coplas del alma que pena por ver a Dios”. Helo aquí: “Vivo sin vivir en mí/ y de tal manera espero/ que muero porque no muero.” Y más: “Esta vida que yo vivo/ es privación de vivir/ y assí es continuo morir/ hasta que viva contigo./ Oye mi Dios lo que digo/que esta vida no la quiero/ que muero porque no muero.”
Todos se ríen cuando digo que no quiero vida larga durante este corto tránsito por el planeta Tierra. Quiero solo vida vivida. Sentida. Degustada. Y no importa por cuánto tiempo. Nada de quedarse como semilla, amargando la soledad de mi vejez, teniendo como principal actividad la participación en velorios para llorar la muerte de amigos que se van.
A veces extraño el tiempo en que no existía. De hecho, si vamos a contar nuestro tiempo de no-existencia, llegaremos a la conclusión que él es bastante mayor que nuestro paso por la vida terrenal. Él es la suma de todo lo que existió antes – lo infinitamente inimaginable – y lo que vendrá después de nuestra muerte biológica, creamos o no en la resurrección. De manera que no hay nada que temer, ni mucho menos algo de qué preocuparse. O iremos a disfrutar de las maravillas del Reino de Dios, como pregonan muchas religiones, o para aquellos que creen en la reencarnación, cerraremos un tiempo para balance para después volver más experimentados, o si es que no tenemos alma, como creen los ateos confesos, simplemente iremos a cumplir el destino que Dios en el libro del Génesis endosó a nuestro ancestral Adán: “¡Tú eres polvo, y al polvo volverás”!
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