Mi primera tregua con Dios

Publicado por Sebastião Verly 17 de octubre de 2011

A veces paro y veo que no tuve un buen resultado en la vida por la rapidez con que hago mis mudanzas. En la misma hora que estoy para los pies ya estoy para la cabeza. Y si no existía antes esa expresión, ahora existe.

Así fue con la religión. Católico de nacimiento, me negaba a confesarme y a comulgar. Me enseñaron que tenía que contarle todo al padre: robo de frutas, de huevos, peleas con los hermanos, envidia de los amigos y de los enemigos, rabia con razón o sin razón, disparate o travesura, como decían los más viejos, malos tratos a los animales, odio, pataleta, falta de cuidados con los más viejos, falta de respeto a los padres, mentiras, ¿cuáles de ellas?, orgullo, del malo, porque dicen que existe uno que tenemos que tener, codicia, ganancia, injuria, testimonio falso y tantos otros, más y menos votados. Menos mal que en ese tiempo no se hablaba de ecología y medio ambiente.

Con dificultad para escribir, comencé a relacionar mis pecados veniales y capitales, y con miedo de que mis escritos cayeran en manos impropias, rápidamente lancé el papel en el fogón de la cocina. Mis padres no insistían mucho para que yo hiciese la primera comunión. Mi madre era católica y mi padre un ateo asumido. De un modo general, yo cumplía los requisitos de un buen hijo: honesto, trabajador y, por lo menos en esa época, con temor a Dios.

Yo iba llevando mi vida en paz y Dios tampoco me cobró el sacramento de la comunión. Hasta que un día en la escuela primaria la profesora trajo una novedad: el que todavía no hubiese hecho la primera comunión tendría que frecuentar una hora de clases de religión, todos los lunes y miércoles, después del recreo. Me iba a la sala de ciencias medio contrariado por perder la materia que era dada en clase curricular, ¡qué contradicción!, oír el bla bla bla de la vieja profesora, alejada hace mucho tiempo del pizarrón, las clases y la tiza.

Durante una hora, doña Zizinha, como llamábamos a la profesora de catecismo o religión, como quieran, espumaba hablando de Dios y del Diablo. Dios hacía el bien para todo el mundo y el demonio vivía sólo vengándose de los malos. El niño que no hiciese la primera comunión iba a vivir perseguido por el demonio.

Un bello día, como dijo el maestro Olavo Romano, yo estaba ahí oyendo atentamente la clase de religión cuando una de esas lindas figuras coloridas de ciencia o geografía, no me acuerdo bien, me llamó la atención, sacándome espiritualmente de la clase de catecismo. Ah, ¿para qué miré? De un niño bueno, pobre y bien educado pasé a ser un embaucador, desatento e irresponsable.

La profesora pasó algunos minutos retándome y citándome como ejemplo de persona que no se aplica a las cosas de Dios. Yo me sonrojé y casi me moría de vergüenza, hasta que doña Zizinha retomó su locura religiosa. El diablo parece que siempre iba a vencer. Teníamos que hacer mucho más al lado de Dios para derrotar al monstruo de los infiernos. Salí de la clase de religión decidido a no volver más a ese auditorio. ¿Pero, cómo?

Fui a mi casa, le conté a mi madre y ella me aconsejó confesarme y comulgar. Volví corriendo al centro de la ciudad, donde estaba la parroquia de Nossa Senhora da Conceição, le dije al padre que me quería confesar y comulgar al día siguiente bien temprano. Todo salió bien. Conté unas mentirillas aceptables y ni sé si el viejo padre estaba oyendo al otro lado del confesionario. El martes, temprano, comulgué preocupado en no morder la hostia que es el verdadero cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Volví a mi casa e hice todas las mismas travesuras de siempre, pero ahora con mi consciencia en paz, feliz por no perder más las tablas y las historias que mi profesora siempre contaba en ese horario.

El miércoles, después del recreo, vino la colega, de familia atea por señal, que pasaba de sala en sala llamando a los retrasados de la sagrada comunión. La profesora y todos los pequeños compañeros me miraban porque yo no había dado ninguna señal de que me iría a levantar y salir. En mi sala, yo era el único participante de las clases de religión.

Llené los pulmones de aire, inflé el pecho y tuve mi primera victoria en esta vida, una especie de victoria pírrica:

–        Yo no voy más, ya hice la primera comunión. Fue ayer en la mañana.

Ese día, oí una historia y vi figuras de gansos en una hacienda que nunca más olvidé, aunque nunca había visto hasta ese entonces un ganso en toda mi vida. Estaba celebrada mi primera tregua con Dios.

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