De susto tampoco se muere

Publicado por Sebastião Verly 20 de julio de 2012

No se contenía, quería contarle a todo el mundo. Estaba con una historia nueva. Hace años, fue novio de Janaina, la rubia más bonita de la favela que quedaba cerca de su casa. Le contaba a todo el mundo: no había nada mejor para él que la muchacha tocara el timbre de su apartamento, bajar hasta la esquina y esperar para uno o dos besitos. Después corría y se metía por el callejón y desaparecía en medio de la villa o favela, como a él le gustaba llamar a aquella aglomeración. Al final, quien se quedó con él fue la amiga de Janaina, Patricia, que hasta entonces la acompañaba en el juego y le daba fuerza a la colega.

 

Un día de esos, cuando hacía una campaña de su trabajo de movilización social por la villa, supo por los colegas Agentes Comunitarios de Limpieza Urbana el motivo de por qué Janaina desapareció de su territorio. Le contaron que ella se enamoró perdidamente de un moreno de la villa y los padres le prohibieron hasta salir de la casa durante un buen tiempo hasta que ella se olvidase del sujeto. Aún sabiendo del enamoramiento de la joven, nuestro movilizador la persiguió durante algunos días más. Pero la rubia de ojos azules ya ni lo saludaba.

 

En una de sus andanzas por la villa conoció a Marizete. ¡Qué mujer! Intentó aproximarse y le dijeron que era casada. Le dieron el nombre del marido: Elias. No se acordaba de ningún conocido allí en el antiguo Bar do Felix, donde durante mucho tiempo tomaba sus cervecitas y aun después de parar de tomar bebidas alcohólicas iba allí para degustar una Kronnebier, ocasión en que los clientes habituales se burlaban sugiriéndole que tomara mate sin azúcar, que era exactamente lo mismo.

 

Ahora él tenía otro motivo para sentarse en el barecito del inicio de su calle, especialmente los viernes. Su nueva tentación se llamaba Marizete. Cuidadosa y discretamente preguntaba por ese tal Elias. Todos se reían y hacían chistes. En cualquier momento te encuentras con él por ahí, se reían.

 

Marizete pasaba con las dos lindas hijas, tal palo tal astilla. La madre tenía los labios más bien diseñados que ya vi. Las nalgas permitieron que él la denominase en conversas fuera de ese ambiente como la Venus Calipigia.

 

Ya no se aguantaba pasar un sólo día sin ir al Bar do Felix. Rogerio, que lo conocía en la calle hace un buen tiempo, siempre lo presentaba a las personas como un gran intelectual. Reclamaba de la falta de sus mensajes de “autoayuda”, que hace tiempo él imprimía y dejaba una o dos copias con el dueño de un local de apuestas, que se tornó su admirador.

 

Era vanidad, confesaba a los colegas de trabajo, frecuentar ese bar que formaba parte de la villa y ser tratado como si fuese uno de ellos. Ahora el deseo por Marizete tornó su presencia más constante y su conversa se soltó mucho más. Llegó a mencionar que apenas se jubile iba a ayudar a crear la Asociación de Defensa de los Derechos de los Moradores de la Villa. Y hablaba con entusiasmo de esa gente tan buena con quien convivió los últimos quince años desde que arrendó su apartamento.

 

Marizete lo saludaba raramente, siempre muy seria. Pero su fértil imaginación creaba un amor en secreto, y para él, su manera de mantenerse seria era para valorizarse. Pero él tenía certeza que en pocos días, la llevaría a conocer su apartamento con todo cuidado y seguridad.

 

Esa noche volvía del barecito más temprano, porque esperaba un vehículo para llevarlo a un evento de movilización social en la distante Regional de Venda Nova, ubicada al norte de la capital. El chofer llamó por celular y quedó de encontrarlo antes de la empinada subida de la calle que va desde la esquina hasta llegar al portón de su edificio.

 

Cuando llegó a la esquina, el chofer ya había estacionado el coche y lo esperaba con el motor encendido. Acabó de entrar en el auto cuando una mano de gran tamaño lo agarró por el hombro y le ofreció una sonrisa de boca abierta, tan grande como su muñeca.

 

– Mire, yo sé de toda su historia aquí con nuestra gente de la villa. No soy mucho de dar la cara, pero sigo de cerca la consideración que tiene con nuestra villa. Mi mujer se llama Marizete y siempre lo elogia. Hace mucho que quería encontrarlo, pero tenía que ser así en separado para hablarle sobre un asunto que debe quedar entre nosotros.

Carretinho, como era conocido el chofer que vino para llevarlo, apagó el motor. El pasajero tragó saliva y no lograba pronunciar ni una palabra. Aquella mano amorfa lo agarraba con fuerza, pero sin dañarle su hombro. Fugazmente se acordó que Marizete pasó hace pocos minutos por la puerta del bar con una bermuda linda y acompañada de las dos princesitas, como él se refería a las dos hijas, sin jamás oír respuestas.

 

Con la cabeza hacia el lado de fuera, percibió que su más reciente amigo portaba una pistola cromada que relucía con la luz del poste de la esquina. Dijo, con una voz trémula que se esforzaba para disfrazar, que tendría que apurarse para un encuentro, de servicio, en la Villa Apolonia, Región de Venda Nova.

 

La sonrisa del ciudadano que lo abordó aquí en la esquina de su casa exhalaba poder y fuerza. No pedía. Daba órdenes.

 

Lo sacó firme del vehículo, lo abrazó y le dijo:

 

– De hoy en adelante, usted tiene un amigo con quien puede contar en todas las circunstancias. Voy a llamar a mis colegas en las villas de Venda Nova y recomendar un apoyo total para usted. Yo conozco todas las villas y a todos los comandantes. Pues, no sé si usted sabe, yo soy el jefe del comercio de drogas aquí en la villa y en los alrededores. Mi nombre es Elias.

 

-Con la voz estremecida por el miedo, nuestro amigo le pidió a Carretinho que encendiera el auto, entró y se despidió de su amigo fuerte, risueño y hablador, el marido de Marizete. De ahora en adelante, él va al Bar do Felix solamente para tomar la Kronnebier y si no hay, toma Liber, que también es una buena cerveza sin alcohol.

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