La mujer del padre

Publicado por Antonio Carlos Santini 13 de febrero de 2012

Por aquí y por allá – y cada vez con mayor frecuencia – los medios abren espacio para voces que le cobran a la Iglesia la abolición del celibato de los padres. Aumentaría el número de candidatos al sacerdocio, dicen. Siendo un hombre casado, entendería mejor los problemas de la familia. ¿Será? ¿El médico necesita estar con gripe para recetar la vacuna? Y los escándalos ligados a la sexualidad serían reducidos, profetizan. ¿Será realmente?

Tal vez la cuestión se aclare cuando se mira de cerca la situación de los legos casados que se dedican intensamente a la evangelización. Conozco a varios de ellos. Con raras excepciones, la esposa se resiente por la dedicación del marido a las cosas de Dios y de la Iglesia. Y no es difícil comprender por qué. Al final, nosotros nos casamos con una “ilusión de posesión”: mi marido, mi mujer, mis hijos.

De pronto, en medio del camino, el marido oye un llamado a evangelizar y se torna catequista, predicador, orador. Esto le absorbe, le toma tiempo y lo apasiona. Después la esposa se siente en un segundo plano, despreciada, por no decir que siente celos por las atenciones que el “público” (no necesariamente femenino) da al marido orador. Ella sufre por compartir su marido con la comunidad. Imagino lo que diría la mujer virtual de aquel sacerdote italiano que a los noventa años de edad, en Tocantinópolis, Tocantins, dirigía heroicamente su escarabajo por los caminos barrosos de las comunidades rurales…

No admira si la esposa del ministro lego pasa a decir cosas de este tipo: “¿Por qué no vistes una sotana? ¡Yo pensé que estaba casada con un hombre “normal”! ¿Por qué no llevas el colchón para la sacristía?” O peor: “Si vas a viajar de nuevo, puedes quedarte por allá mismo!” Conozco personalmente varios legos que pasaron por este calvario, y muchos de ellos acabaron renunciando a su ministerio, que tanto bien le hacía a la Iglesia y a las personas.

Imagine ahora, lector, si el padre fuese casado. Exactamente el sacerdote que, más allá de la oratoria, oye las confesiones auriculares, guarda el secreto de otras mujeres (inclusive de aquella rubia atrevida, que la esposa del padre no puede ver ni en pintura”)… El padre que atiende a llamados en medio de la noche y tiene como prioridad las necesidades de su rebaño… Si los padres deben casarse, será necesario abrir seminarios para las santas mujeres de los padres. ¡Y coloque “santa” en eso! ¡Una esposa “común” no lo resistiría!

Sí, ya sé. Alguien está respondiendo: “Pero es así también con los médicos. Es así con los pastores protestantes. Y ellos también se casan”. Y yo mismo agrego: es así también con los artistas que, del palco, reciben la adoración de idolatría y los aplausos de los fans (forma abreviada de fanáticos). No sorprende que, según una pesquisa realizada en los Estados Unidos para identificar la incidencia de divorcios “por profesión”, el resultado apuntara a las tres actividades en las cuales más frecuentemente se rompe el vínculo matrimonial: 1º – artistas, 2º – médicos, 3º… ¡¡¡pastores protestantes!!!

No es fácil ser la esposa de un hombre público”, a quien todos buscan – inclusive las otras-, hombre humano, frágil y falible, digerido por la comunidad, asediado por todo tipo de necesidad y carencia humana. Hasta donde puedo ver, no es nuestra actual sociedad de producción y consumo lo que producirá esa legión de mujeres santas capaces de arcar con el peso del ministerio sacerdotal del marido. Por eso mismo, luego vendrían las separaciones. Lo que nos trae un nuevo problema: si los padres pueden casarse, ¿cuántas veces podrán hacerlo?

Los padres maronitas? Ah! Sí… En el Líbano los hombres casados son ordenados padres en la Iglesia católica Maronita. Pero el lector no tiene que pensar en ellos como los “nuestros”. Ellos tienen una profesión común (zapateros, albañiles, comerciantes…) y se dedican a la profesión en tiempo integral. El domingo celebran una liturgia para el pueblo. Solamente. No los busquen durante la semana: son profesionales y jefes de familia. Por favor olvidar el contra-argumento.

Cuando éramos niños y andábamos en grupo de un lugar a otro, siempre había alguien que salía corriendo y gritaba: “¡Quien llegue por último es la mujer del padre!”.

Y todos salían velozmente, porque nadie quería ser la mujer del padre…

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