La cuestión de la violencia será puesta siempre que nos deparemos con situaciones límites o cuando nos sentimos directamente afectados o amenazados por ella. Ella entrega status cinematográfico en los noticiarios de TV y somos, queramos o no, persuadidos por ella (diría seducidos): una mezcla de temor y curiosidad, cosa inexplicable a primera vista. El mismo impulso que prende nuestra atención delante del noticiario se manifiesta de otro modo cuando nos quedamos en frente de la pantalla, sea de cine o de la TV, con respiración jadeante, viendo la película de terror más terrible. Dicho de un modo más simple, somos por naturaleza seres de violencia.
Accidentes, asesinatos, terremotos, crecidas de ríos, tsunamis, etc. La violencia que se muestra a nuestros ojos se esparce por todo el planeta, de un modo en que, la mayoría de las veces, nos sentimos impotentes delante de ella y de su fuerza destructora. No faltan, por eso mismo, interpretaciones apocalíptico-milenaristas, dándole muchas veces un sesgo religioso cuando nosotros sabemos que ella es humana, demasiado humana. La idea de crear o forzar una relación directa entre Violencia (con mayúscula) y Dios, como si ella fuese fruto de la ira de Éste es veterotestamentaria y, por eso mismo, superada de manera que no encuentra respaldo en los Evangelios, donde Dios aparece como puro amor, cuando su propio hijo nos dijo que “nadie tiene amor (agaphn) mayor que aquél que da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Esa renuncia de Dios a la violencia ya se había dado mucho antes, al disuadir a Abraham de ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, práctica bastante común en las sociedades arcaicas. Así, de Dios no viene la violencia: ni como venganza o castigo, ni tampoco como aviso de que se está llegando al fin de una era.
Nuestra cultura está asentada sobre la violencia. En este punto concuerdan antropólogos, sociólogos y otros estudios de las Ciencias Humanas. Freud estudió con profundidad el asunto en Tótem y tabú, pero fue René Girard en La violencia y lo sagrado quien profundizó el tema exhaustivamente. Toda la Historia, del principio al fin – aunque el Fin de la Historia aún no haya llegado -, es una larga crónica de crímenes, asesinatos y todas las formas de violencia. No hay, por decirlo así, un período en que la humanidad haya gozado de una paz plena y duradera. Lo que acontece, muchas veces, es que el crimen común – del hombre contra el hombre – pasa desapercibido, no encontrando destaque en la crónica periodística o histórica. Si hacemos una lectura atenta del libro del Génesis, veremos que la primera ciudad o civilización fue fundada nada menos que por Caín (Gn 4,17), asesino confeso de su hermano Abel. No es raro oír a líderes religiosos que asocian esta escalada de violencia (hermano que mata hermano, hija que asesina al padre, padres que asesinan hijos, etc.) al Fin de los Tiempos.
Para no ser demasiado rígido en mi juicio, creo que esos supuestos expertos en las Sagradas Escrituras son, antes de todo, completamente ignorantes sobre el asunto. O no leen los hechos históricos, o hacen una lectura apocalíptica para llamar a las almas incautas a la religión a costa del miedo y del terror religioso. Se olvidan de un detalle importante: manda la buena exégesis que debemos evitar tomar el texto bíblico al pie de la letra, especialmente el Génesis, que está repleto de simbolismos y de mitos arcaicos, muchos de los cuales están presentes en otras civilizaciones, como la sumeria, para dar apenas un ejemplo.
Hay que combatir la violencia en todas sus formas. No solamente la violencia física, aquella que hace que un ser humano se lance contra su semejante, sino también la violencia institucional, esa comandada por el Estado, con la complacencia de toda la sociedad. De ese modo, las vociferantes contradicciones de clases – véase por ejemplo una persona tremendamente rica y otra extraordinariamente pobre – emergen como la más sutil y cruel cara de la violencia, apareciendo como natural para nuestro propio ser-en-el-mundo. Nos acostumbramos a ver pobres y ricos y ni siquiera nos cuestionamos las causas reales para tantas crueles contradicciones.
Siendo así, para no quedar entregado a la violencia pura y simple, o incluso para huir de la venganza (Si mataran a Caín, él será vengado siete veces [Gn 4, 15]), el hombre creó las Leyes. El “No matar” (Ex 20,13), que después se va a desdoblar en otras leyes de protección de la vida, es un claro indicio de que queremos, por lo menos, renunciar a la violencia. Esta renuncia mientras tanto, no se dará de forma definitiva como bien lo muestra la propia realidad – que es violenta, dicho sea de paso -, pero forma parte del largo proceso de hominización de la propia Humanidad que se auto-humaniza.
La violencia ha formado parte de la cotidianidad de la humanidad desde sus principios y, aunque avanzamos científica y tecnológicamente, aún nos falta mucho para una renuncia definitiva a cualquier acto violento. No es de extrañarse que el recurso de la violencia sea constante entre humanos, y Hobbes tiene una porción de razón al afirmar que el hombre es el lobo del hombre (Homo homini lúpus); o en otras palabras, vivimos en una constante guerra de todos contra todos (Bellum omnium contra omnes). Esta tesis se contrapone claramente a lo que defendía Jean Jaques Rousseau al afirmar que “el hombre es bueno por naturaleza”. Y que “es la sociedad la que lo corrompe”. La filosofía (también la Antropología Cultural) nos muestra que, al contrario de lo que pensaba Rousseau, es la sociedad la que civiliza al hombre, tornándolo dócil y obediente a las leyes. O sea, cuanto más me relaciono con otras personas, más me transformo en humano.
Comentarios