Añoranza sin fin

Publicado por Sebastião Verly 4 de septiembre de 2013

Ambicionaba ser escritor. Leyó y releyó toda la obra de Humberto de Campos. Le encantaba hablar de las decenas de libros publicados por el “mayor cronista de Brasil”, con la intención de imitarlo.

El nuevo autor escribió una decena de crónicas eróticas con el mismo cuidado del gran cronista en usar palabras suaves y delicadas. Insinuaba, pero sólo insinuaba, sexo y sensualidad.

Con el tiempo, creó un personaje de quien se enamoró. Una mujer envolvente. Alcanzó la perfección. Casi una escultura, le atribuyó los más bellos trazos de belleza y le agregó los mejores recuerdos. Inventaba situaciones verosímiles. Y le contaba a los amigos y colegas sobre su “nuevo amor”.

Guardaba las crónicas sobre la mujer amada como si fuesen sueños eróticos, ¡y lo eran! Pues la mujer era casada, muy bien casada, por lo demás. Eran detalles que él imaginaba con esmero.

Había situaciones altamente emocionantes, como el viaje que ella hizo con el esposo a su ciudad natal y en el camino de regreso, la mujer se sacaba bellas fotos con una linda puesta de sol, que enviaba vía iPhone para el feliz amante. Muchos eran las situaciones amorosas que su mente tejía y casi todas se tornaban crónicas.

Relata un día que en el intervalo del almuerzo, la amante vino a “almorzar” a su casa, que quedaba bien cerca de tal empresa “lápiz rojo” donde ella presta el servicio de coaching. Después del “almuerzo”, hora de irse, ¿dónde estaban las llaves del “majestuoso”? Después de buscar en la cartera y en toda la casa, especialmente debajo de la cama, fueron a encontrar las llaves en la ignición del carísimo automóvil estacionado en la vereda enfrente al edificio.

Y había otras tantas. Las crónicas hablaban de los encuentros secretos, del pesado sueño después del amor y de la pérdida de la hora que la lleva a salir corriendo después de que el marido la despertara a altas horas de la noche. Después de toda la confusión, inventaron algunas disculpas para responderle al marido en diferentes emergencias.

La historia se volvió tan real que el aficionado escritor dejaba de salir de casa para aguardar los encuentros soñados, o volvía rápidamente a su casa para aguardar los mensajes de su amada.

Atendía llamadas en que se hacían juramentos de amor que escribía en las crónicas. En ningún momento la edad era referencia. Parecían dos tortolitos en uno de aquellos romances de la época de la adolescencia.

Él creó un e-mail especial para intercambiar notitas, como “ella” sugirió tratar así a sus cortos mensajes de amor. Para dar más autenticidad a sus crónicas, creó un e-mail con las iniciales de la mujer amada [email protected], a través del cual intercambiaban promesas de amor y las aliñaban con el acuerdo de tener que borrar al final de cada día todo lo que habían “hablado”. Pasaban horas intercambiando mensajes. Él llevaba cada vez más seriamente esa pasión. Cada día era una crónica sobre un asunto nuevo o sólo recalentaba la crónica anterior con un recuerdo más. A veces el asunto subía de temperatura y salían diálogos sensuales y eróticos.

Tenía ganas de mandar las crónicas para los amigos, pero para mantener el secreto prometido en las primeras lecturas, guardaba todo en una carpeta llamada “confidencial”. Decenas de crónicas guardadas traían osadas escenas amorosas de un romance altamente prohibido.

Quería dormir con su amada, pero la existencia del marido no lo dejaba. Era un ingeniero celoso y actualmente casi no viajaba más por trabajo. Irían a viajar juntos en los próximos meses, en un viaje del recuerdo a Cuba, donde estuvieron, creo que en la luna de miel, y otra a pedido de la mujer, para rever Portugal, donde ella y el amante pasaron bellas noches en el Hotel Continental en diciembre de 1976. Claro que eso no se lo dijo al marido.

“Si mi marido desconfía, basta desconfiar que yo lo estoy engañando  y él literalmente me mata”, repetía con una risa nerviosa. Y el amante elogiaba el empleo correcto del “literalmente” en este caso. La imaginación se volvió tan real que ahora la mujer decidió abandonarlo. Tenía terror sólo en pensar en que el marido podría desconfiar.

Pasó a quedarse sin dormir, se conectaba a internet y esperaba patéticamente un e-mail real de la mujer amada. Pero el e-mail no llegaba y su mente condicionada estaba “segura” de que la mujer era real. Shakespeare decía que somos hechos de la misma materia que nuestros sueños, la locura llegó a tal punto que el teléfono tocaba por equívoco y él afirmaba sonriente que seguramente era su amada que estaba llamando sólo para oír su voz.

Comenzó a sufrir y a debilitarse por la “pérdida” de la amante. El “escritor” no logra escribir ninguna crónica más y vive el inmenso dolor de esta añoranza que no tiene fin.

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