En el camino de la cruz

Publicado por Antonio Carlos Santini 9 de mayo de 2014

Fue Viktor E. Frankl quien me dio la mejor definición del hombre. En uno de sus textos, el neurólogo y psiquiatra vienés propone cambiar el rótulo humano “homo sapiens” (el hombre que sabe) por el título de “homo patiens” (el hombre que sufre). Si René Descartes hubiese leído a Frankl, hubiese perfeccionado su conocido principio: “Sufro, luego existo”.

De hecho, vivir duele. Duele para nacer, por eso llora el recién nacido. Duele para crecer, con los conocidos dolores en la “canilla” en la fase de crecimiento. Duele para seguir adelante, entre sudores y trabajos, fiebres y enfermedades, separaciones y traiciones, pérdidas y adioses. Y como si no bastase todo eso, duele para morir, a pesar de los avances paliativos de la medicina actual.

Claro, intentamos esconder esta evidencia. Un ejemplo clásico ocurre en mis charlas a grupos católicos, cuando pregunto: “Ustedes conocen a Santa Teresa del Niño Jesús… ¿Qué es lo que tiene en las manos? Y escucho la invariable respuesta: “Rosas… Flores…” Pero nadie dice: “¿Una cruz?” Y se trata de una cruz grande, bien visible. Pero algo en nosotros prefiere no ver la cruz…

Aparte de la pequeña Teresa, muchos santos aparecen con la cruz en su imagen clásica: Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Gemma Galgani, Geraldo Magela, entre tantos otros. A pesar de eso, recorremos a la intercesión de los santos para que nos libren de la cruz. No parece lógico…

Además, ¿cómo entender un cristianismo sin cruz, si fue ese árbol santo, el árbol de la vida, el instrumento de nuestra salvación? ¿Cómo seguir a Cristo sin la cruz del Calvario? Una sociedad hedonista simplemente hace oídos sordos a la predicación de Pablo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. (1Cor 2,2)

Sí, no se puede entender la elección hecha por el Salvador, como tampoco no entendemos con claridad la presencia de la cruz en nuestra vida, como si los buenos y los justos (como el propio Jesús) no mereciesen sufrir. Estamos antes un misterio insondable…

Así reflexiona el obispo del Sahara argelino, don Claude Rault: “El sufrimiento es uno de los mayores misterios de la vida. Y también es misterioso pensar que el propio Dios quiso entrar en él. Antes que explicarlo, es necesario consentir el entrar en él, como si él fuese un misterioso e inexplicable componente de la vida”.

Y la judía Etyy Hillesum agrega: “Yo me siento como un campo de batalla donde se vacían las discusiones, las preguntas colocadas por nuestra época. Todo lo que se puede hacer es permanecer humildemente disponible para que la época haga de ti un campo de batalla. Estas preguntas deben encontrar un campo cerrado donde enfrentarse con ellas, un lograr donde pacificarse, y nosotros, pobres hombres, debemos abrirles nuestro espacio interiosr y no huir de ellas”.

Hace tiempo que desistí de entender mi cruz. Me limito a abrazarla.

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