XII – Una Isla de Alegría en la Pinel

Publicado por Bill Braga 14 de octubre de 2020

Vivir en el mundo bajo la lógica tiránica de los sanos puede ser más confortable, pero para los inadaptados, aquellos que ganan alas, es una tortura. Sí, pues los sanos no logran percibir el autoritarismo con el que actúan, aceptando solo ese nivel de realidad visible a sus entorpecidos ojos. Es como en la escena de la célebre película Matrix, en que Morpheus, que no tiene este nombre por casualidad, da al joven Neo la opción de escoger entre dos pastillas. Si toma la azul, vuelve a la vida superficial e ilusoria, viviendo feliz en la plenitud de su mediocridad, sin acordarse de que había algo más allá de la Matrix o del mundo de los “sanos”. Si toma la roja, Neo tendría alas, saltando del mundo de las apariencias para alcanzar lo que hay atrás de la realidad visible, yendo más allá de la Matrix, adentrándose en el mundo de los “insanos”. La opción de Neo fue hecha conscientemente por la roja. La mía también. Y una vez que no nos resignamos, osamos desear la libertad de pensamiento, de sentimiento y conocimiento, nos tornamos altamente peligrosos. Que los diga Sócrates, con su sacrificio en Grecia. Yo también tendría que soportar la peligrosidad de tomar la pastilla roja.

Me acuerdo que cuando llegué a mi casa, finalmente encontrando mi PSP, encontré que las voces y sus portadores volverían a Juiz de Fora, y yo podría descansar. Comenzaba a sentir un profundo descanso. Pero al acostarme en mi cama, que debería haber sido el mayor abrigo, mi cuarto pareció contraerse, el techo bajó hasta un palmo de mi cabeza, las paredes se acercaron hasta llegar alrededor de mi cama. Mi cuarto se tornó mi claustro, y ahora aquellos que me guiaban, aquellas voces que gritaban en mi oído, vociferaban aún más alto. Me convocaron a su encuentro, como un líder, un eslabón entre mundos: el homo y el heterosexual, el sano y el insano. Yo me sentía bien, pero sentía un peso. Y necesitaba ir al encuentro de todos ellos. Ya no lograba solo jugar el juego de mi madre. Necesitaba ver a mi padre, ver a Tatiana y a Marquinhos. Me había cansado de solamente oírlos. Necesitaba de sus materialidades.

Pero de repente no podía salir más. Mi madre me impedía de ir atrás de ellos. Primero fue en el cuarto. Me acosté comprimido entre las paredes y el techo, oyéndolos. Había una fiesta en algún edificio cercano que yo no lograba visualizar, sino solamente oír la agitación. Y lo más importante era distinguir entre las voces y las carcajadas. La de Tatiana se hacía presente. Allá estaban mis compañeros de viaje esperándome, celebrando mi retorno al hogar. Y me llamaban a su encuentro. Había música, samba, batucada. Yo necesitaba salir de mi cuarto e ir a su encuentro, celebrar con ellos. Encontrarla. Y mi madre, a pesar del amor incondicional, se transformó en la instancia represiva fundamental. Se tornaba mi vigía. Vigilaba cada paso. Yo me tendía en la ventana para oír mejor la fiesta que me esperaba, para saber el rumbo que debería tomar. Ella abría abruptamente la puerta de mi cuarto, invadiendo mi comprimido mundo, mandando, no pidiendo, para que me yo me alejase de la ventana. ella porfiaba en decirme que mi padre, Tatiana y Marquinhos no estaban en esa fiesta. Cuánta osadía, si yo podía distinguir claramente sus voces, y aún más, sentir dentro de mi pecho la presencia de ellos aguardándome para festejar. En mi casa no tenían cerveza. Entonces yo fumaba y tomaba litros y litros de agua. Esa agua no era solo un conjunto de moléculas de H2O, era un líquido mágico, era una poción.

Intenté dirigirme a la puerta, ¿quién sabe?, por ahí podría salir. Estaba cerrado. Yo tenía las llaves. Ya no estaban en la mochila. ¡Qué invasión! Qué absurda se tornó mi casa. Un espacio de vigilar y castigar, como diría Foucalt. Y todo se tornaba pesado, muy pesado, un peso que mis piernas no aguantaban. Mi refugio, así como en el bus de Juiz de Fora, fue el baño. Fui para allá y vi a la ducha como un oasis con esa agua revitalizadora… Aquella ya no era la ducha de mi cuarto, era una cascada, y entré en esa agua helada buscando una salida de mi prisión particular. Me senté. Dejé caer el agua sobre mis hombros, sobre mi cabeza. Y allá estaban las voces de mis compañeros de viaje, llamándome, convocándome.

¡Ven! ¡Es tu celebración! ¡Estoy aquí abajo esperándote! ¡Encontré una salida, aquí es el reino de la libertad y la alegría! Y yo estaba en el reino de la neurosis y la represión, mi propio hogar. Dicotomías paradójicas. Durante aquella noche debo haber tomado entre cinco y ocho baños, no me puedo acordar. Y el baño, que para mí era un refugio, para las ciencias psiquiátricas es un síntoma. Si fuera un síntoma de inadaptación, firmo abajo. No quiero ser nunca un adaptado.

No era solo mi madre quien me vigilaba. Su novio también. El pobre Léo, mi gran amigo y hermano, no me vigilaba. Él no lograba entender nada, no podía. Pero no me reprimía. Su mirada me garantizaba la única dulzura dentro del ambiente de casa. Mi madre me insistía para que me acostara, y lo que era una conversa interna se volvía externa. Y yo dialogaba con Marquinhos, mi padre y Tatiana. El resto del mundo no los podía oír ni sentir, pero yo sí podía, y ellos merecían una respuesta. Veía el desespero de mi madre, que se sentaba a la orilla de la puerta de mi habitación, sin saber que intentando ayudarme solo me incomodaba más. Yo necesitaba ir al encuentro de ellos, era la única solución.

Pero después de tantos baños y tantos litros de agua ingeridos, yo le pedía a mi padre y a Tatiana que me dejaran descansar. Pedía a mi madre que hiciera que pararan de hablar. Yo no podía ir a esa fiesta hecha para recibirme, yo sentía el peso del mundo en mis piernas. Me acosté. Las paredes se fueron alejando, dándome espacio para el descanso. No sé cuánto tiempo demoré, pero me dormí… ¿Será que al despertar estaría todo resuelto?, pensaba mi madre…

Los doctores, hombres de blanco, creen que con su ciencia y conocimiento pueden encuadrar a las personas como locos, psicóticos, esquizofrénicos, maníacos. No hay conocimiento que supere la vivencia. ¿Cómo pueden dar tantos pareceres? ¿Cómo osan clasificar a los seres humanos si nunca experimentaron la visión de mundo de sus pacientes? Dr. Lucas, en su impávida postura, dejaba entrever una brecha de que sabía de esto. No hay verdad que no se disuelva en el aire. Es solo una cuestión de elección. La elección de Neo. Y dentro de la Clínica Pinel, cada día yo percibía más cómo mis colegas, amigos de clausura, me veían como una referencia. Diferente al cuarto de mi casa, el cuarto era una isla de alegría en la Pinel.

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