En nuestra comunidad parroquial el párroco nombró cinco ministros extraordinarios de la Palabra. Son tres mujeres y dos hombres. Cuando el sacerdote está ausente – pues tiene varias tareas en la diócesis y atiende a otra comunidad distante por la enfermedad del párroco local- nos cabe a nosotros, los ministros, ejercer la función de moderadores de las celebraciones y hacer las reflexiones sobre el Evangelio.
El otro día, al vestir la túnica propia de los ministros, noté una mancha de lápiz labial en la túnica. El primer pensamiento que se me ocurrió es que estaba ante una “novedad”, una posibilidad abierta por el Concilio del Vaticano II: la presencia de la mujer en ministerios suplentes de la acción de los ministros ordenados.
De hecho, el nuevo Código de Derecho Canónico, de 1983, reformado después del Vaticano II, fue citado por Juan Pablo II en su encíclica sobre la “Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y en el mundo”, Christi fideles laici: “Donde las necesidades de la Iglesia lo aconsejen, por falta de ministros, los laicos, aunque no sean lectores o acólitos, pueden suplir algunos oficios, como ejercer el ministerio de la Palabra, presidir las oraciones litúrgicas, conferir el Bautismo y distribuir la Sagrada Comunión”, ChL, 23.
Naturalmente, continuamos laicos. Como alerta la misma encíclica, “lo que constituye el ministerio no es la tarea, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento de la Orden confiere al ministro ordenado una participación peculiar en el oficio de Cristo, Jefe y Pastor, y en su sacerdocio eterno”.
Es verdad, aunque los fieles prefieran la presencia del sacerdote, especialmente los de edad más avanzada tienen cierta dificultad ante las celebraciones de los ministros laicos, aunque sólo nos presentemos ahí como extensiones, en carácter de suplencia del propio ministerio del sacerdote.
Volviendo a la mancha del lápiz labial, el cuello es realmente estrecho y justifica los trazos rojos…, el Papa Juan Pablo II le habló a la iglesia sobre la “presencia y colaboración de los hombres y de las mujeres”, ChL, 52, lamentando la “presencia demasiado débil de los hombres”. Debo citar por extenso lo que él escribió: “La razón fundamental que exige y explica la presencia simultánea y la colaboración de los hombres y de las mujeres no es únicamente […] la mayor expresividad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia, ni tampoco el simple dato sociológico de una convivencia humana que es naturalmente hecha de hombres y mujeres. Es, sobre todo, el designio originario del Creador, que desde el “Principio” quiso al ser humano como una “unidad a dos”, quiso al hombre y a la mujer como la primera comunidad de personas, raíz de todas las otras comunidades y, simultáneamente, como “señal” de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino”.
Si las manchas rojas se repitieran en el cuello de “nuestra” túnica, continuaré dando gracias a Dios por la preciosa presencia femenina en nuestras comunidades.
Además, no me acuerdo de haber oído ninguna queja cuando los paramentos de antaño tenían sólo manchas de cenizas y el aroma típico de las pipas y de los cigarros. No seamos machistas…
Comentarios