¡Gracias, Iglesia!

Publicado por Antonio Carlos Santini 27 de julio de 2012

 

Passa Quatro, Minas Gerais, Brasil, octubre de 1913. Las Hermanas de la Providencia de Gap, provenientes de Francia, abrían las puertas de la Escuela Normal Nossa Senhora Aparecida. Y las monjas francesas comenzaron a acoger a las niñas de la región, que luego serían promovidas del lomo del burro al banquillo del piano. Yo mismo, 46 años más tarde, oiría deslumbrado a una de las normalistas interpretar con notable vibración una “Polonaise” de Chopin, la “heroica” en la bemol mayor. Era la iglesia diseminando las semillas de cultura…

Passa Quatro, 1935. Desembarca del trencito humeante de la Red Mineira de Ferrocarriles el padre Jean Baptiste Apetche, de la Congregación de Bétharram, también él proveniente de Francia, e inicia la construcción – monumental para el lugar y la época – del futuro Colegio São Miguel, donde los hijos de los hacendados llegaban mascando tabaco y luego volvían solfeando canto llano. Yo mismo conocí 24 años después su notable biblioteca y el museo de Historia Natural. Era la iglesia inyectando vida nueva en un rincón olvidado de Brasil…

Conviví personalmente con varios de esos padres franceses (Eduardo Mieya, Émmanuel Calvarin, Michel Callerot), italianos (Andrea Antonini, Dante Angelelli, Lino Ilini, Luigi Gusmeroli), argentinos (Enrique Lasuén, Ángel Dauro Diamante), paraguayos (Carlos Morra, Cesar Ojeda), el español José María Ruiz, “la baca”, el pionero inglés Francis Darley y muchos otros. Todos ellos hablaban tres o cuatro idiomas y abrían nuestros ojos hacia el panorama mundial, mucho más allá de los límites de la Sierra da Mantiqueira. Basta decir que en el antiguo Curso Ginasial (actual  7ª e 8ª series), estudiábamos cinco idiomas: portugués, inglés, francés, latín y griego.

Pero siempre fue así. Cuando el jesuita José de Anchieta desembarcó en Brasil en el año 1553, con diecinueve años de edad, él también traía una rica contribución para los indígenas sudamericanos, en ese entonces en la edad de la piedra pulida. Sin escrita, nómades, muchos de ellos antropófagos, con males endémicos, como pian, leishmaniosis y la malaria, nuestros indígenas tendrían ahora la oportunidad de conocer la escuela. Fue en la escuela jesuita que el antropófago se transformó violinista. Allí, el batuque se hizo orquesta.

Vale la pena recordar las palabras de Fernando de Azevedo en su magnífica obra “La Cultura Brasileña”, Ed. Melhoramentos, 1964, 803 páginas, al respecto del trabajo educativo de Anchieta y sus cohermanos: “Es en esa obra de educación popular, en los patios de sus colegios o en las aldeas de catequesis, que los jesuitas asentaron los fundamentos de su sistema de enseñanza, y se debe entonces buscar el sentido profundo de la misión de la Compañía, cuyo papel en la historia de los progresos y de la instrucción en Brasil fue en más de dos siglos, tan principal e innegablemente superior al de las otras órdenes religiosas.

Y todavía: “Atrayendo a los indios jóvenes a sus casas o yendo a su encuentro en las aldeas; asociando en la misma comunidad escolar a hijos de nativos y de reinóis – blancos, indios y mestizos – y buscando en la educación de los hijos conquistar y reeducar a los padres, los jesuitas no estaban sirviendo sólo a la obra de la catequesis, sino que lanzaban las bases de la educación popular y, esparciendo en las nuevas generaciones la misma fe, la misma lengua y las mismas costumbres, comenzaban a forjar en la unidad espiritual, la unidad política de una misma patria”.

Esos misionarios extranjeros oyeron la Palabra del Evangelio y fueron por él transformados. La Palabra-semilla genera hombres-semilla. El mismo Jesús que siembra palabras también siembra hombres y mujeres. Por eso ellos vinieron a Brasil. La Iglesia es el semillero de Dios y debe brotar, florecer y fructificar hasta la consumación de los siglos. Sin la acción educativa de la iglesia, hoy seríamos todos capiaus y botocudos

¡Gracias iglesia!

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