El arte de morir

Publicado por Antonio Carlos Santini 25 de abril de 2013

Para vivir basta habilidad. Para morir debo ser artista.

Si el lector mira hacia los costados, verá mucha gente que va llevando la vida aun con las dificultades de la condición humana, utilizando ciertas habilidades. Entre ellas la creatividad, la perseverancia, la imaginación o – en último caso – el estilo brasilero. Parece que esto basta para vivir. O sobrevivir…

Morir es más difícil. Morir es un arte. Y pienso que la mayoría no tiene esa tendencia artística y acaban sorprendidos por la muerte, muriendo una muerte mal muerta, muriendo bajo protesta, muriendo como víctimas.

Tengo en mi estante un sabroso libro de Thomas Merton, el monje que se hizo famoso con su libro-confidencia “La Montaña de los Siete Niveles”, donde narra la trayectoria de su conversión al catolicismo. El volumen al que me refiero, todo marcado por anotaciones, pertenecía a un gran amigo, José Teixeira de Oliveira.

Ante el agravamiento de una fibrosis pulmonar, previendo el fin que se avecinaba, él comenzó a distribuir entre los más cercanos algunos objetos de su predilección. Era una especie de herencia que él dejaba, en la expectativa de que íbamos a cuidar bien sus pequeños tesoros.

Otro amigo, un venerado profesor en su ciudad de interior, ya sin recursos contra el cáncer, tenía en el estante un manual para turistas que visitaban Grecia. Debe haber buscado a alguien que pudiese utilizar el minidiccionario. Como el griego es un idioma poco conocido en estos tiempos anglófonos, hizo que el libreto llegase a mis manos. Veo ahí la señal de que ellos se preparaban para su pasaje definitivo. Y como querían pasar libres y leves, se despojaban anticipadamente de todo contrapeso, cortaban lazos afectivos que podrían dificultar su Pascua.

Tuve también el privilegio de cuidar de la revisión y preparación de los originales de los dos últimos libros del conocido diputado Padre Maciel Vidigal: “En el Horizonte de la Inmortalidad” y “Mi Tierra y Mi Gente”. En el primero de ellos, el Autor poliglota hace numerosas citas en idiomas extranjeros, inclusive en latín. En uno de esos trechos latinos identifiqué una frase que debía ser corregida. El Padre Vidigal frunció el ceño, discordó al principio y prometió verificar en casa.

Cuando volvió la semana siguiente, Vidigal concordó con la corrección y me dio un bello tesoro: un volumen de casi mil páginas, un antiguo diccionario latín-francés, con preciosos abonos de los clásicos y un tratado completo de versificación latina. Entre feliz y perplejo, me pregunté el motivo del regalo. Sólo lo iría a saber más tarde: también el Padre Vidigal había recibido de su cardiólogo la noticia de que le restaba poco tiempo. Después, incluso me pasó otros volumenes de su estante, incluyendo una colección de epigramas latinos de John Owen. Durante años, Vidigal alimentó el proyecto de traducirlos, pero no había más arena en el reloj…

Desde acá creo que veré de nuevo a los compañeros de caminata. Por cierto, zambullidos en la gloria de Dios, no gastaremos pedazos de la eternidad con literatura. Pero nada impedirá, ciertamente, que cantemos juntos algunos motetes de J.S. Bach…

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